Escrito y editado por Pep Cassany

Relatos cortos y artículos de opinión de Pep Cassany

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A caballo


Opinión con acento


Los gallos nos habían despertado temprano y desde la cama, yo observaba como Marta estiraba los pantalones de montar doblados sobre el brazo del sillón. De debajo, acercaba las botas y del segundo cajón de la cómoda, dudaba en la elección de una camiseta ajustada o una blusa ancha.

Desnuda, frente al espejo, se probaba por encima cada pieza, mientras yo, acostado boca abajo sobre las sábanas blancas, ojos medio cerrados y boca abierta, furtivo, disfrutaba del espectáculo visual.

Las primeras luces del sol, se adentraban por los agujeros de los postigos del balcón de una casa destartalada, donde cada vez que podíamos, nos escapábamos para huir del día a día de la ciudad. Trabajábamos para vivir o acabaríamos como muchos otros, viviendo para trabajar.

En la penumbra, la silueta de Marta recorría continuamente la habitación de un lado a otro. La puerta abierta del cuarto de baño, me dejaba ver el chorro de agua helada que bajaba de las montañas hasta el grifo de la ducha, que una vez abierta, recorría los últimos dos metros antes no impactara en su piel.

Afanaba en frotarse los brazos, la cara, el cuerpo. El tamaño de sus pezones salidos y la piel de gallina de sus pechos, me servían de termómetro para saber cómo de fría bajaba aquella agua que, diariamente, revitalizaba a Marta. Siempre seguía el mismo orden. Primero se enjabona el pelo, mientras el jabón hacía caminos por encima de sus senos, rodando por su barriga y deteniéndose en el pequeño bosque de la entrepierna. Cuando me dejaba, yo disfrutaba mirándola, pero aún más, cuando ella me daba la espalda y se enjabona el culo invitando a levantarme y tirarme encima suya.

Se secaba camino de nuestro lecho, donde con cuidado, había dejado la ropa preparada. A ojos cerrados, yo sentía a Marta abrir el cajón de la mesita donde guardaba su ropa interior, removerlo silenciosamente y no detenerse hasta encontrar las braguitas que había decidido en su cabeza, que hoy usaría.

Derecha, de espaldas a la cama, Marta se contorsionaba y una pierna adentraba en medio de aquellos hilos mientras la otra guardaba su tanda y una vez a nivel, elevaba hasta tapar su sexo. Por detrás, aquellas nalgas redondas y cruzadas ahora por dos hilos, desatan mis pensamientos traducidos a una sensación agradable en mi miembro.

Los pantalones de monta, estrechos, agarrados a la piel. Las botas de caña. El conjunto la estiliza y mientras ella se miraba otra vez en el espejo, a pecho descubierto y comprobando cómo se le marcaban las nalgas del culo en los pantalones, yo me preguntaba que habría elegido yo para tapar tanta belleza.

Marta tiene unos pechos de tamaño perfecto para mi mano. Unos pezones de tamaño perfecto para mi boca y un pechos preciosos para cualquier hombre que se gire a mirarla.

Cerraba la puerta mientras salía con la blusa blanca entre sus manos. Aunque desde la cama, yo escuchaba como crujían cada uno de los diecisiete escalones de madera que nos separaban de la cocina, continuaba dejando correr mi imaginación oliendo las sábanas calientes abandonados por ella. El ruido de la cafetera y el aroma del café recién hecho me obligaba a levantarme.

En el campo, me puedo permitir abrir los balcones de par en par, salir desnudo y detenerme a mirar cómo poco a poco se despereza la vida. Podría deciros que como ella, el agua fría me despierta pero no es así. Necesito mi tiempo y templar el agua para disfrutar del placer de quitarme el sueño.

¿Estás preparado - me preguntó. Hacía un rato que desde la ventana de la cocina había visto cómo salía del establo con nuestras yeguas, Blanca y Luna. Caminaban detrás suyo, con la cabeza agachada y las montas preparadas. Seguían  a su dueña pues es ella quien las alimenta, lava y cuida. La blusa, ligada al ombligo, pechos erectos, sombrero de ala ancha y una dulce sonrisa en los labios.

La fresca de la madrugada dejaba paso al sol del verano que poco a poco se alzaba sin miedo para más tarde, en lo alto, no dejar sombra benevolente que nos refugie. Las yeguas caminaban una tras otra por los senderos estrechos y de costado, cuando atravesábamos prados verdes. A veces, el paso de caballo se convertía en trote y yo, situado detrás, aprovechaba para mirar como al compás, Marta levantaba el culo de la silla y lo dejaba caer. El Ejercicio da sus frutos y he aquí, nalgas redondas.

Al paso, el movimiento cambia y pasa de desplazarse de arriba a abajo  a convertirse en una secuencia diferente, de delante hacia atrás, frotándose contra la silla y provocándole una excitación sexual que, habiendo salido de casa sin resolver, sólo podía terminar de una manera.

Cerca del río, al abrigo de la solana, aprovechábamos para descansar, debajo de nuestro roble, tumbados sobre la hierba, entre sombras y hebras de sol y en el silencio del momento, sabiéndonos solos.

Marta se levantó de este lecho improvisado. Dejó caer el sombrero sobre mi torso, se deshizo del nudo de la blusa y con un gesto alentador me pidio que  la acompañara. Al igual que por la mañana la observaba vistiéndose, ahora me llenaba de excitación ver como se desnudaba.

Permanecía inmóvil en la orilla del río mientras se recogía el pelo y dejaba desnuda otra parte de su cuerpo que me seduce y provoca. Agachándose y recogiendo agua del rio, se mojaba la nuca y el cuello que yo besaba cada noche, catando su piel  y esperando que los escalofríos recorrieran su cuerpo y aflorase el deseo. No dudé en seguirla y en silencio, me situé a su espalda, cuerpo a cuerpo, rodeando mis brazos a su cintura y acercando mi boca a su oído para susurrarle - te quiero - como preludio del acto de amor que quería acometer.

Mi boca, hundida en su cuello recorriendo otra vez mi camino. Quería llegar lentamente y parecía imposible. Marta se giró para rodear sus brazos en mí cuello, besarme en la boca y adentrarse con su lengua entre mis labios abiertos, sorprendidos y húmedos, preparados para recibir el mismo afecto que ellos están dispuestos a darle.

Cierres los ojos y Levanto la cabeza mientras es ella quien recorre mi rostro, mordiéndome en la barbilla, deteniéndose en mí pecho y darme besos a la vez que paseando sus  manos miedosas sobre mis brazos, llegar a mis manos, ahora atenazadas por mis miedos al ser objetos de su fetichismo. Arrodillada, plantada delante de mí sexo y decidiendo si besarlo o morderlo antes no crezca y se decida por sí mismo, a recorrer  la distancia que lo separa de su húmeda boca.

Lo reconozco, me gusta parar el juego. Me caliento y la detengo. Volver a empezar otra vez. Darle la vuelta y de espaldas, otra vez, baila, excitarla y aguardar que aumente la tensión sexual. La mía, es una danza excitante que me vuelve loco al bailarla. Mando yo y dejo que sea ella la que me busca pues, siempre me encuentra excitado. Soy capaz de hacerla vivir alborotada por el momento y vivir intensamente el placer del sexo

Ahora son mis manos las que recorren su cuerpo como si fuera ella quien jugara con sus pechos, magreándolos y escondiéndolos entre medio de mis dedos, dejando salir los pezones, pellizcarlos y endurecerlos un poco más si se puede.

Su brazo se alza para cogerse de mi nuca y no caer cuando las piernas le flaquean. Alza los talones y tensa los músculos de las piernas y del culo, mientras sobresale su sexo con deseos de ser tocado. Me lo pide y cedo, recorriendo su ombligo con el dedo, entreteniéndome y jugando, dejando que sean mis uñas quien primero llegan al pelo que, mínimamente esconde su sexo y se acerca buscando, la humedad que la delata y que me dará a conocer, ahora si, me desea y se vuelve loca por mí y  mi sexo.

En el juego, se fuga de mis brazos para larnzarme hacia el agua que en contacto con mi piel, me reconforta del calor del verano y me obliga a recuperarme de la primera embestida.

Nos vamos? - Me propuso - me gusta montar a caballo. Me pone caliente.

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