Escrito y editado por Pep Cassany

Relatos cortos y artículos de opinión de Pep Cassany

Recuerdos de niñez

opinión con acento
Día de Ramos

De niño, me levantaba con la pereza pegada a las sábanas. Hacía frío.

Mis ojos, a menudo cerrados por la cantidad de lagañas pegadas a las pestañas, no me dejaban cumplir las órdenes de mi madre cuando me despertaba y pedía que me levantara para ir a colegio.

El vaho  caliente que desprendía mi aliento, provocaba columnas de vapor que se elevaban hacia el techo haciéndome saber el frío del ambiente. Quién con cordura querría salir de la cama ?

Medio adormilado, escuchaba los ruidos provocados por mi familia.  Habían carreras para llegar primero al único váter de aquel pobre piso.

Mi padre, era el primero en levantarse y salir de casa. A la vuelta y mientras subía las escaleras de casa, silbaba tres notas, la del medio sostenida, para que Lolita - mi madre - supiera que ya llegaba. Era imprescindible que todos nos hubiéramos levantado, aseado, con la cara limpia y recién peinados, vestidos  y sentados a la mesa, para desayunar con él y así, no provocar su mal genio.

Cada día, al primer aviso de mi madre para levantarnos, mi padre salía por la puerta en dirección a la Panadería. Compraba una barra de pan, de horno de leña, bríoix y panecillos. A su regreso, recogía la suscripción del periódico "Los Sitios" más adelante denominado el Diario de Girona.

Mientras él desayunaba, repasaba los titulares de las noticias, dejando el periódico encima de la mesa para que a nosotros, nos picara el gusanillo de la curiosidad y le echáramos un vistazo. Justo es decir que, con la persistencia de quien repite sus acciones día  a día, lo consiguió. Al comienzo, leíamos la programación de la televisión, los deportes y las noticias de robos o desapariciones hasta que, después de un tiempo, la disputa para leer primero el periódico, empezaba con los titulares más destacados de la portada,

Nunca mojé el dulce en mi taza de leche con Nesquik. Suficiente trabajo tenía para retirar el tel de nata que se formaba por encima de la leche. Mientras el tel era uniforme, una cucharilla era suficiente para, diestramente,  retirarlo todo a la vez. Si alguien removía y rompía el tel en mil pedazos, la leche acababa fría y pasada de nuevo por el colador.

Una sencilla estufa de gas butano, la Butatherm, calentaba un poco el ambiente antes de salir por la puerta en dirección a la escuela. Los más pequeños, nos  acercábamos tanto cómo podíamos, literalmente, ocupábamos todo el espacio, encima y delante, intentando retener el calor que nos permitiera armarnos de valor, coger el abrigo y la bufanda y salir de casa para ir al Colegio.

Lo teníamos cerquita de nuestra casa. Vivíamos en el barrio viejo de Girona y la Escuela Nacional Joan Bruguera, estaba situada en la parte más relevante de la ciudad, al otro lado del río, en la Avenida de la Gran Vía de Jaume I. 

Antes de la Primera Comunión, en mi casa, ninguno de los niños llevaría pantalones largos. Así pues, pantalones cortos, calcetines de lana, botines Gorila, camiseta de algodón, camisa, jersey de lana y un abrigo  grueso que, rematado con una bufanda de lana color beige  hecha a mano por mi madre, se convertía en el uniforme de la escuela.

Recuerdo mi primer día de EGB, aunque no sé por qué carajo, llegué más tarde que mis compañeros de clase. El maestro, un chico joven de quien ya no recuerdo ni su nombre, me hizo sentar en la primera fila. Alguna relación de amistad lo debía de unir con mi hermano mayor pues, recuerdo que, me regaló uno de aquellos sobres llenos de soldaditos de plástico y color verde que tanto nos gustaban a todos. 

La Girona gris y húmeda, a estas alturas parece de leyenda.

Bajo el grueso de sábanas, mantas y cubrecamas que calentaban mis noches, mi madre me obligaba a dormir con pijama de algodón y calcetines de lana. Poco antes de andar el camino de los sueños, ella llenaba la bolsa de agua caliente, la pasaba entre medio de las sábanas para calentarlos y así, conseguía meternos en cama temprano y sin protestar.

Todas las mañanas de invierno, el suelo de mosaico y las paredes de piedra cubiertas por cemento empobrecido, se cubrían de agua a causa del vapor acumulado por la diferencia de temperatura de nuestro aliento y el aire frío de la habitación. Más valía tener cerca, bajo la cama, las zapatillas que te permitieran poner los pies directamente adentro pues, no era un riesgo sino certeza, acabar con los pies mojados y fríos antes de desayunar.

Mi camino hacia la escuela a veces se hacía largo y lleno de trampas. Antes de salir por la puerta de la escalera, siempre abierta, notaba el dolor provocado por el flechazo de aquel frío, húmedo y penetrante, que tozudamente se metía por encima de los calcetines, subiendo por las rodillas y alojándose en todo mi cuerpo. Colgaba la maleta con las libretas de la escuela a mis espaldas. Las manos, con los puños cerrados,  dentro de los bolsillos del abrigo. Encogía la cabeza en mis hombros, la nariz escondida dentro de la bufanda y con el vaho acumulado tirado al aire, me convertía en una máquina de vapor.

Quizás, sólo había cincuenta pasos a contar desde la puerta de casa hasta el puente de la Princesa. La humedad del río, rezumaba cada mañana y se convertía en una densa niebla. No se veía nada más allá de la punta de mi nariz. Gris, todo gris. Cruzábamos el puente sin saber que  había delante nuestra. A veces, la bombilla situada al arco que aún hoy queda en medio del puente, alumbraba y nos guiaba para seguir su camino o darnos a entender que, todavía nos quedaba medio puente para salir de la niebla. 

Cuántas aventuras vividas y cuántos  recuerdos.

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