Escrito y editado por Pep Cassany

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Un sabado cualquiera




Todo empezó como cualquier otra mañana de sábado. Ese día, amaneció nublado y las sombras ganaban a la luz del día. Desde mi ventana, el horizonte oscuro me hizo pensar en la garganta de un lobo.

Las primeras gotas cayeron dulcemente en una constante secuencia que aún respetaba el asfalto seco donde apenas hacía un momento, un coche había salido del aparcamiento. Abrí el paraguas mientras la veía marchar, yo volvía a casa y ella iba hacia el trabajo. Las gotas de lluvia caían más densas y empezaban a precipitarse de manera salvaje y violenta.

El cielo se tornó más oscuro y los fanales volvieron a encender sus luces. El paraguas no era lo suficientemente grande. El viento soplaba y caía la lluvia de costado. Me ví inmerso en un túnel de lavado de coches donde el agua surge de todas partes y no deja nada sin empapar. No estaba más lejos de cuatro o cinco calles de mi casa, una distancia bastante corta para no acabar empapado.

Calles mojadas, cajas vacias. Pensé que con ese tiempo, nadie debería correr para abrir ninguna tienda. Nadie saldría a la calle a pasear. Me parecía un día idóneo para pasarlo ante la chimenea, sentado en el sillón con un libro en la mano y un cigarrillo en la otra. Tengo que dejar de fumar.

Los charcos, a cada paso que daba, eran cada vez mayores . Ocupaban toda la acera y derramaban agua hacia la carretera, ahora más parecida a un río, atravesado por conductores osados ​​o imprudentes, dudosos de su recorrido, pendientes de limpiar el vaho de los cristales y quitar el agua, sin ninguna visibilidad.

Llevaba los zapatos empapados. Los pantalones mojados. Las manos húmedas. El frío se dejaba entrever  mientras un escalofrío me recorría la espalda de arriba abajo. No tuve tiempo de reaccionar y ponerme a refugio de la ola de agua provocada por el conductor del autobús urbano. Por un momento me creí contemplando un temporal de levante en la playa de Lloret, donde a veces, el mar, llega hasta las piedras escondidas donde estaría la arena de la playa y en el choque, levanta una cortina de agua, convirtiendo la tormenta en un espectáculo.

A la primera reacción de sorpresa siguieron la indignación y los tacos. Ya no me hacía falta llevar paraguas ni correr. La tramontana, parecía soplar con más fuerza que nunca y aún caminando en posición de ataque, sujetando el paraguas con las dos manos, inclinado hacia delante y luchando a cada paso, ella se encargaba de girarlo y romperle las varillas.

Bajo la lluvia, mojado como un pato, con el pelo chorreando agua por la cara, las gafas empapadas, sin ver tres en un burro, seguramente como el conductor de ese vehículo, asumí la segunda ola de agua. Me detuve, abrí los brazos y las manos, me giré mirando en dirección al coche que había provocado en mí, la sensación de indefensión y resignación más potente que había vivido en los últimos años. Vi cómo se paraba un coche blanco, ponía los intermitentes de emergencia y se encendían las luces de marcha atrás.

Te has mojado? - Me preguntó - Lo siento mucho. Venga, date prisa, sube!

Era ella, había vuelto a buscarme. No quería que me mojara.

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