Escrito y editado por Pep Cassany

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Cae el telón

Articles d'opinió i relats curts en català d'en Josep Cassany

Agosto. La ciudad quedó desierta. Aunque yo me pregunto, que diablos hago aquí ?

El sol cae y la penumbra se desliza por los rincones de este edificio desierto, escultura abandonada por los vecinos que no les atrae ni la quieren pues, se adelanta a su tiempo y los obliga a aceptar que no disponen de cultura arquitectónica con la que entender esta tendencia.

Acarreo una botella de agua en las manos para aliviar el calor. La humedad del edificio llena de bochorno cada sala, vacía, cerrada. Necesito una entrada de aire que me permita respirar.

Tengo tiempo, he llegado temprano. Apenas son las ocho y media y oscurece. Me hará falta una linterna o la suerte, si son puntuales y llegan a la hora pactada, evitaré que la penumbra no invada todos los rincones. Enseñar pisos vacíos a posibles compradores es mi profesión por lo tanto, nada impedirá que realice mi trabajo.

Me acerco, abro y me asomo por la ventana y nada ni nadie se mueve. Las hojas de los árboles están inmóviles, aunque tan cerca que solo tengo que alargar la mano para tocarlas . El follaje de la hilera de árboles en la calle, oculta la fachada de este edificio joven, vigoroso, vergonzoso.

Fente por frente, un viejo edificio es testigo de un pasado olvidado. Sin ninguna gracia. Hoy está ocupado por chicas jóvenes que en invierno, estudian de día en la Universidad y de noche, permanecen encerradas en sus celdas, custodiadas por mujeres que ejecutan impasibles su credo religioso.

Se abre el telón. Una tenue luz aparece frente a mí. Una chica acaba de entrar en su dormitorio. Resulta extraño pues, aún faltan quince días para que comience la escuela.

De pié, frente a la ventana, me llevo la botella de agua a la boca, sorbo y continúo distraído.

Observo cómo se mueve por el dormitorio, parece nerviosa, tiene calor. Abre la ventana.

Tomo el cigarrillo de la cajetilla y lo enciendo, aspirando el humo lentamente. Contemplo como ella deambula por su dormitorio, ordena una mesa abarrotada de libros, mueve la silla y la sitúa en medio de un escenario imaginario. Se esconde. No me ha visto. Camina de lado a lado y por un momento, se para en medio de la habitación y de espaldas a mí, observo como se desprende de la camiseta y posa  ante mi medio desnuda.

Me echo hacia atrás. No me ha visto y no quiero que me vea, si lo que pretendo es ver toda una ópera prima.
Las hojas del árbol, la fachada de la vergüenza y el edificio desierto, se convierten en mi torre de vigilancia. Vacía, ella debe creerlo así y en todo caso nada tiene que saber que un espectador indecente espía como se cambia.

Deja caer su falda y se mueve en bragas y sujetadores. De algodón, gruesas, Seguro, compradas en el mercado por su madre que todavía cree, su hija es una niña que no crece y en todo caso, doy fe, que la chica se ha convertido en una mujer de buen ver .

Agacha su cabeza y los cabellos caen hacia adelante y  en un vaivén, vuelven hacia atrás para acabar ligados con las manos que los recogen y terminan peinados en una cola de caballo. Peliroja, los lleva rizados, tiene la piel blanca y fina, manchada por los lunares que aparecen concentrados en la espalda e invaden todos los rincones de su cuerpo.

Marcha de escena y a mi vez, me propongo una pausa tranquilizadora. Dos pasos atrás y otro hacia delante. No  quiero perderme ni un segundo del espectáculo.

Algo se mueve, una sombra se alarga en escena. Arrastra un objeto grande y pesado. Se detiene junto a la silla y se dispone a iniciar la función. Mueve el cuello de un lado para otro, en diagonal y hacia delante y atrás. Mira sus manos, dibuja círculos imaginarios en el aire, abre los brazos y sentada, mueve el torso hacia un lado y después en su contra. Se abre de piernas y las cierra, mantiene los pies juntos, levanta los talones con las puntas de los dedos y nuevamente recupera la posición. 

Se levanta, algo hay que le molesta. Es la tira del sujetador que, con un preciso movimiento de su mano, desabrocha, extrae y tira. No tiene suficiente, algo más le molesta, se desprende de la última pieza de ropa y se muestra como recién llegada a este mundo. Desnuda y preparada para subir el telón.

Se agacha y queda oculta de mis miradas robadas. Levanta torpemente el objeto misterioso con el que despertó mi curiosidad. Esbelto, delicado, idéntico a las curvas de su desnudo. Parecían de la misma altura. Con una mano se ayuda para mantenerlo en equilibrio de pie y con la otra, pretende afianzar el arco que le permita maltratar o acariciarlo según sea el momento.

Comienza el concierto. Sentada, sitúa el instrumento ante si, se abre de piernas y me permite contemplar su sexo rojizo. Se acerca el mástil a los pechos y se prepara. El arco acaricia las cuerdas y una nota brota por la boca del violonchelo.

Un sonido dulce, se desliza por la ventana de su celda, se extiende por la calle y atraviesa la ventana de los sentidos. Sus dedos pulsan las cuerdas firmemente, las manos se desplazan por el mástil y el arco, acompaña el movimiento extrayendo la melodía.

Me embruja y no dejo de complacerme. Me alejo y me acerco al balcón de los sentidos para no ser descubierto mientras ella representa la música de mi vida. Me embriaga.

Una imagen relampaguea dentro de mí. Me he imaginado sentado pegado a su espalda, en la misma silla, abierto de piernas para incorporarla a mi espacio, mientras ella interpreta esta melodía y se imbuye de la emoción que la liga al momento. Besar su cuello, arrullarla entre mis brazos, acercarme a sus pechos y amarla.

Se funde la escena en negro. La imagen se oscurece. Cae el telón.

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